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La vida cotidiana en la Edad Media.

Escena de la vida medieval.
Si hay un tiempo histórico que merzca ser revisado y profundizado, es la denominada Edad Media. Y es porque constituye un período que recoge la soledad y el silencio que nos espera si continuamos en un mundo global bélico; las guerras crearon las condiciones de la Edad Media.
Con el término de edad media se hace referencia a un periodo de la historia europea que transcurrió desde la desintegración del Imperio romano de Occidente, en el siglo V, hasta el siglo XV; nunca había existido una ruptura de tal naturaleza en la cual se truncó el desarrollo cultural del continente.
En este aspecto, el término es adjudicado al historiador Flavio Biondo de Forlì, en su obra titulada Décadas de historia desde la decadencia del Imperio romano, publicada en 1438; con el término se quería destacar una parálisis del progreso, considerando que la edad Media fue un periodo de estancamiento cultural, ubicado cronológicamente entre la gloria de la antigüedad clásica y el renacimiento.
Ahora bien, ese estancamiento del desarrollo cultural ha sido relativo. Si por “desarrollo cultural” se interpreta la masificación de los valores humanos y su intercambio para el enriquecimiento de la diversidad de las experiencias humanas, es obvio que no lo hubo en este período, porque allí la sociedad se aisló en pequeños feudos que le brindaran protección y cierto grado de confort para la subsistencia humana.
En cambio, si por “desarrollo cultural” entendemos la profundización de cada cultura y su comprensión a grados superlativos, bien podemos afirmar que, la Edad Media fue un período de riquísimo desarrollo de culturas que, a título independiente, fueron escalando niveles de comprensión que harían posible, en las postrimerías del siglo XVI; el surgimiento de una tendencia de apertura de las ciencias y de las artes en un rigor excelso de brillantez.
Pero esa Edad Media, también tuvo su cotidianidad, su vida común, como entendemos hoy día la vida en las ciudades cosmopolitas.
En 1965 la editorial francesa Gallimard, publicó una extensa investigación de la rusa Zoé Oldenbourg (1916-2002), titulada “Les Croisades”, Las Cruzadas; en la cual, en su capítulo I, nos refiere una de las más gráficas descripciones de esa cotidianidad del medioevo.
En este período, nos refiere la autora, el hombre era la medida de todas las cosas; no había un referente tecnológico que lo apoyara y la mano artesanal era la vía expedida para darle forma y cuerpo a la materia para fines de confort y utilidad de los seres humanos. Ese hombre medieval no era físicamente distinto al actual, quizás un poco más pequeño, pero igual en su fisonomía.
La vida era dura, pero quizás no tan dura como la que en la actualidad persiste en países de surafricanos o latinoamericanos; los campos eran labrados con arado y sin abono y dejados alternativamente en barbecho cada dos o tres años. Se producían la mitad de lo que hoy día se produce y no rendía lo suficiente; el campesino, que por las condiciones de vivir en feudos de terratenientes y hombres de armas, era el siervo, tenía que dejar la mitad de la cosecha para su amo y con el resto alimentar a su familia.
La cama, ese espacio en donde hoy dormitamos, descansamos y procreamos, era un lujo; se dormía sobre paja o en el suelo; rara vez se podía ver en las despensas cercanas al fogón que hacía de cocina alguna vajilla, y lo que comúnmente se usaba como plato eran rebanadas de pan seco.
Los ricos, que desde el inicio de la civilización han existido, y que ciertamente son quienes han dado forma a la civilidad moderna así ofensa a las clases explotadas esta expresión, pero es la realidad histórica, vivían en castillos de piedra y su riqueza se media por el espesor de los muros y la solidez de las fortificaciones exteriores; los campesinos se hacían unas chozas de adobe que a menudo se incendiaban y había que reconstruir.
Pero algo que impacta de aquel período, nos lo sustenta Zoé Oldenbourg, es que al no haber alcantarillado ni sistema alguno de conducción de aguas, las calles de las ciudades fortaleza o aldeas, parecían cenagales todas las épocas del año, por supuesto el mal olor era parte de la cotidianidad y el cultivo de enfermedades endémicas que azotaron a la población menguada del medioevo.
Los animales domesticados que servían de apoyo a los trabajos del campo y del comercio, compartían las casas de sus dueños; normalmente el establo estaba en la parte de abajo y en una guardilla vivían los humanos. El estiércol sobreabundaba en las casas y un olor, a lo que pudiésemos llamar hoy día a pocilga, era lo natural.
El agua había que irla a buscar al pozo o a la fuente, la luz era proporcionada por las velas y alguna que otras antorchas resinosas que despedían tanto humo como luz. Cuando se hacían grandes banquetes, los perros y los mendigos se disputaban bajo la mesa los trozos de carne y los huesos que los comensales cedían.
Pero no todo, en esa cotidianidad, era rupestre, había un gran conocimiento de la naturaleza, de las bondades de las plantas para la salud, de saber orientarse con las estrellas y los movimientos del Sol; se poseía una vista ágil y una mano diestra, se conocía el espacio en razón del mandato de sus constantes cambios y se respetaba la pureza de los bosques porque sólo se talaba lo necesario para beneficio humano.
En una palabra, el hombre medieval se valía de la pasión para mejorar su vida, no para satisfacer su morbo; la caza por ejemplo, a diferencia del hombre contemporáneo, no era lujo ni pasatiempo, sino trabajo, que tenía a la vez algo de deporte, de festín y de guerra, pero cuyo botín iba destinado para alimento del cazador y los suyos.
A todas estas, valga una nota importante de Zoé Oldenbourg: “La carne de ganado doméstico no se comía, con excepción de la de cerdo y la de corral, pero los nobles, grandes comedores de carne, traían de sus incursiones por el bosque hecatombes de perdices, urogallos, liebres y corzos. El oso, el ciervo y el jabalí muertos se llevaban en triunfo y, en las vigilias de los grandes banquetes, los pájaros pequeños, como codornices y tordos, muertos a centenares, se sacaban de los morrales y se amontonaban ensangrentados por los suelos de las cocinas. En las cocinas reinaba un olor a sangre, a pieles recién desolladas y a humo de carnes asadas que se juntaba con el olor de los perros, de los halcones de caza y de la gente.
La carne, secada al sol o ahumada en las enormes chimeneas, se conservaba bastante mal y era necesario renovar a menudo las provisiones, por lo que había una constante escasez de sal y de pimienta, indispensables para sazonar los alimientos y para prolongar la conservación de estos víveres, que continuamente amenazaban con corromperse.
Extraído de Arquehistoria

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