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El maquillaje en la antigua Roma.

El cuidado de la belleza femenina se conoce como cultus. Relieve del siglo III d.C.,
Städtisches Museum Tréveris.
El conocimiento de la cosmética y de la aromaterapia en la Antigüedad se desprende de los textos clásicos de Plauto, Propercio, Ovidio, Horacio, Séneca, Plinio el Viejo, Dioscórides, Marcial, Tácito, Juvenal, Luciano de Samosata o Galeno. Algunos de estos autores tildaron al maquillaje de práctica viciosa, vulgar y fraudulenta.

"Quien observe a las mujeres levantarse de la cama a primera hora de la mañana, las encontrará feas como simias. He aquí la razón de por qué se encierran esmeradamente en casa y no se hacen ver por ningún hombre. Las mujeres más ancianas y una fila de siervas […] se esmeran en torno a la matrona para mejorar con varios recursos la apariencia de su rostro […] Polvos de diferentes compuestos tienen la función de aclarar la piel apagada […] Existen cuencos de plata, jarros, espejos y varios vasos similares a los de las farmacias, en cuyo interior se conservan sustancias dentífricas o pigmentos para ennegrecer las pestañas." Luciano de Samosata, Amores, 39. 

Tanto en la cultura egipcia como en la griega fue común la existencia de esclavas dedicadas en exclusiva al cuidado de la belleza de sus amos, tradición que se acentuó sobre manera en Roma con esclavas altamente cualificadas en el arte del maquillaje y de la perfumería.

Sentada en una banqueta sin respaldo, el scannum o subsellium, o en una silla con brazos y respaldo, la cathedra, en una habitación donde, según nos informa Ovidio, los hombres tenían vetado el acceso, la domina o señora era tratada por sus maquilladoras personales que guardaban celosamente los preciados espejos, maquillajes y perfumes en armarios dotados con cerraduras.

El maquillaje facial tenía una consistencia poco granulosa y se mezclaba en pequeños platos. Utilizaba como base la lanolina de lana de oveja sin desengrasar, el almidón y el óxido de estaño –actualmente el almidón se sigue utilizando en los productos cosméticos para suavizar la piel.

Tradicionalmente, las mujeres llevaban el rostro blanco. Para lograrlo, utilizaban una mezcla a base de yeso, harina de habas, sulfato de calcio y albayalde, si bien es cierto que los resultados finales de esta mezcla eran curiosamente los contrarios.

Para aclarar el rostro también utilizaban una base de maquillaje elaborada con vinagre, miel y aceite de oliva, así como las raíces secas del melón aplicadas como un emplasto, los excrementos de cocodrilo o estornino e incluso, según Galeno, polvos de plomo.

Otros ingredientes utilizados en blanqueadores fueron la cera de abeja, el aceite de oliva, el agua de rosas, el aceite de almendra, el azafrán, el pepino, el eneldo, las setas, las amapolas, la raíz de lirio y el huevo. Igualmente, con objeto de lograr el blanqueamiento facial, las mujeres ingerían una gran cantidad de cominos, y para dotar a la piel de una mayor luminosidad se utilizaban los polvos de mica.

Como símbolo de la buena salud las mujeres resaltaban sus pómulos coloreándolos en tonos rojos muy vivos. Para ello utilizaban tierras rojas, alheña o cinabrio. En otros casos, las alternativas más asequibles incluían el jugo de las moras o los posos del vino.

Fresco del siglo I a.C. procedente de la Villa
Farnesina, en la que una joven rellena una
ampolla de perfume (Museo Nazionale di Roma).
Por otro lado, el carmín labial, asimismo en tonos rojos muy vivos, se lograba con el ocre procedente de líquenes o de moluscos, con frutas podridas e incluso con minio. Además, estaba muy difundida la moda de que las mujeres se marcasen las venas de las sienes en color azul.

Los cánones de la belleza romana indicaban que la mujer debía poseer grandes ojos y largas pestañas. El perfilador de ojos, que se aplicaba con un pequeño instrumento redondeado de marfil, vidrio, hueso o madera, que previamente se sumergía en aceite o en agua se obtenía con la galena, con el hollín o con el polvo de antimonio.

Para la sombra de los ojos, generalmente negra o azul, era imprescindible la ceniza y la azurita. Asimismo, y por influencia egipcia, existían las sombras verdes elaboradas con polvo de malaquita.

Las cejas se perfilaban sin alargarlas y se retocaban con pinzas. En este sentido, existía una predilección por las cejas unidas sobre la nariz, efecto que se lograba aplicando una mezcla de huevos de hormiga machacados con moscas secas, una mezcla que también era utilizada como máscara para las pestañas.

Fue Popea, la esposa de Nerón, quien inventó la primera mascarilla facial, conocida como tectorium, utilizando una mezcla de pasta y leche de burra que se aplicaba antes de acostarse y que se dejaba puesta durante toda la noche.

A la sociedad romana le disgustaban las arrugas, las pecas, las manchas y las escamas en la piel. Así pues, existían mascarillas de belleza contra las manchas como la realizada con hinojo, mirra perfumada, pétalos de rosa, incienso, sal gema y jugo de cebada.

Para contrarrestar las arrugas era muy común una mascarilla elaborada con arroz y harina de habas, pero sin duda la más sencilla fue la realizada a partir de leche de burra con la que algunas mujeres se lavaban las mejillas hasta siete ocasiones al día. También, contrarrestaban las arrugas hirviendo el astrágalo de una ternera blanca durante cuarenta días y cuarenta noches, hasta que se transformara en gelatina, aplicándolo posteriormente con un paño.

Para tratar las pecas se aconsejaba las cenizas de caracoles, y contra la psoriasis el fango del Mar Muerto o asphaltite. Para alisar la piel era muy común una mascarilla a base de nabo silvestre y harina de yero, cebada, trigo y altramuz. Asimismo, también existían mascarillas faciales para anular el acné, las ulceraciones oculares y las heridas labiales.

Resulta curioso que debido al hedor de muchos de los ingredientes empleados en las mascarillas faciales, como excrementos, placentas, médulas, bilis u orinas, era frecuente perfumarlas.

El hecho de maquillarse requería una gran cantidad de tiempo y la ayuda de esclavas, por lo que, lógicamente, tan sólo las mujeres de la aristocracia tendrían el privilegio de poder maquillarse a diario.

Algunos hombres, fundamentalmente los travestis, recurrieron al maquillaje y a la depilación a pesar de ser considerado algo impropio y afeminado como informan Marcial y Plinio el Joven.
Los maquillajes se vendían en los mercados en pequeños vasos de terracota antropomorfos o zoomorfos, en vasos de vidrio verde y azulado o en pequeños recipientes de alabastro egipcio, madera, hueso, ámbar, plomo o metales preciosos. También se vendían pequeños cofres de madera de talla egipcia con varios departamentos y cerraduras, conchas para mezclar, espátulas, lápices, pinceles o bastoncillos.

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