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Carta de una mujer miserable encerrada en el Portugal de Salazar

‘La Iglesia no permite el amor. Tú no verás nunca en Lisboa una pareja de novios. La mujer ha de estar siempre encerrada, triste y trabajando en su hogar sin risas’
Una de las manifestaciones de mujeres portuguesas durante el salazarismo
Las personalidades como la de Oliveira Salazar son tremendamente fuertes, graníticas. Los hombres que las cargan conducen seguros de su éxito por la carretera de la exclusividad hacia una clara meta establecida cuyo objetivo responde, en mayor medida, a eliminar aquello con lo que no coinciden más que a fijar la diana de su lucha. El otro pesa demasiado. Ocurre siempre, aunque sea considerado un nadie de los de Galeano.

Son personas estas que creen haber sido elegidas por el destino, por el dios de turno, para salvar un pueblo que piensan sometido a un terrible presente y a un futuro bruno y sombrío que no tiene nada de incierto, pues ellos, en su quimera presuntuosa, poseen la llave de la preconización histórica. Al fin, son magos que hacen desaparecer el del diccionario. No hay otra posibilidad además de la suya, qué va.

O Estado Novo y la mujer

Defensor a ultranza del catolicismo y el corporativismo, António de Oliveira Salazar instauró en Portugal un régimen dictatorial, o Estado Novo, en el que los derechos humanos bajaron la escalera de la libertad en detrimento de un nacionalismo exacerbado, represivo y propagandístico. De manual.

Fue la inestabilidad de Portugal en 1932 el caldo de cultivo en el que hasta las gallinas se habituaron a saludar al sol con el lema Dios, Patria y Familia. Así los días, hasta 1974 el país luso estuvo buceando en un pseudofascismo impulsado por un hombre tradicionalista hasta la médula que miraba en avieso hacia la modernidad pagana que preconizaban los fascismos europeos.

A las órdenes del marido, si lo había, y a las del padre en caso de ser soltera o viuda, la mujer portuguesa tenía limitada su esfera vital en la casa, incluida la que hace hervir el puchero de la ideología. Esa también duele.

Durante el régimen de Salazar, la calle era para las putas y las pobres, estas últimas condenadas a trabajar porque su condición social les hacía indignas para llevar una casa. Las que se empleaban, eso sí, lo hacían con matices. El salazarismo prohibía a las enfermeras contraer matrimonio, por ejemplo, para que su dedicación al hombre fuese a jornada completa. Aunque lo que en realidad se quería decir era que su trabajo descuidaba las facilidades que el marido debía tener para ejercer su control, no fuese ser que ellas llegaran a tocar la independencia con las yemas de los dedos: «Las mujeres no eran hombres y, por tanto, esta igualdad de derechos no se les aplicaba», explica la tesis de Carvalho Campina.

El propio Salazar explicaba en 1932, con una retórica entre fresa y nata, que la mujer no debía salir al mercado laboral, puesto que la experiencia en otros países había demostrado que «la institución de la familia, piedra fundamental de una sociedad bien organizada, amenaza ruina».

«Vivimos como esclavas»

El 12 de febrero de 1937, La Voz recogía la carta que una mujer portuguesa, obrera en una fábrica lisboeta, había enviado a una compañera que hacía lo propio en Francia. Al detalle, el papel explicaba cómo esa mujer trabajaba de sol a sol por algo más de peseta y media, mientras que el hombre que ocupaba su empleo antes que ella se llevaba para casa hasta tres.

Y llegaba el verano a la costa portuguesa, y, con él, la marcha de los hombres a buscar algún empleo en España o entre la bravura de las olas del Atlántico. Con ese calor agobiante, también la oportunidad de poner en práctica el cuento de la cigarra, una historia que en el Portugal de Salazar dejaba con el alma en pena a quien debía ser su protagonista: «Viejos, mujeres, niños pequeños, desde por la mañana acuden —a las fábricas de conserva— para empezar una jornada de doce horas». Por cuatro perras.

La mujer se lamentaba de que no hubiese leyes que amparasen los derechos fundamentales de las portuguesas, que vivían a oscuras y a secas en casas miserables en las que lo único que daba relleno doméstico era la suciedad y el infecto de lo malsano. Porque aunque la teoría fundacional del Estado Novo exigía que la mujer pariese las veces que fuese necesario, también la muerte, vanidosa, requería la parte que le correspondía en esas calles miserables, con lo que la tasa de mortalidad infantil era anómalamente alta:

«Las calles están llenas de niños descalzos, con los ojos purulentos, que mendigan todo el día».

En el Portugal de Oliveira Salazar, seminarista en su juventud y católico a ultranza, «la Iglesia no permite el amor», decían el editorial de La Voz y la mujer lisboeta. Pero en el mar, en Punta Delgada, Azores, una virgen vestía un traje cubierto de perlas y brillantes que en 1937 se valoraba en 30 millones de pesetas.

Bibliografía

CARVALHO CAMPINA, Ana Claudia. Salazarismo e retórica dos direitos humanos, Salamanca, Colección Vítor. Ediciones Universidad de Salamanca, 2013.

La Voz. Diario Independiente de la noche, Madrid, 1937.

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Imagen| DW

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