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Los cuernos de Felipe II

En el siglo XVI, los más poderosos consumían en polvo el supuesto cuerno de unicornio para conseguir estirar la vida todo lo que fuese posible

La dama y el unicornio. Museo Cluny, París 
El cuerno de unicornio era el curalotodo universal del siglo XVI. No solo se pensaba sanador de toda suerte de enfermedades, sino que, como a buen desconocido, era su mitología, gentil o no, la que le abastecía con un sinfín de propiedades prodigiosas. Así, podía incluso ser garante de vida —como la historia de aquel Lázaro— o devolver la salubridad a los alimentos  a los que el tiempo había regalado un presente de putrefacción.

Pero como siempre, en aquella altura ya hubo quien levantó la mano para preguntar a la realidad qué era eso tan virtual que explicaba la mitología. Cosas de la inquietud y de la soledad amena.

Fue así como Ambroise Paré, uno de los pilares de la cirugía moderna, dijo a mediados del XVI, cuando más hervía el asunto, que ya estaba bien de embargar los ánimos con quiméricos cuernos de unicornio. No lo tenía difícil, puesto que anudaba lazos profesionales con varios monarcas del entonces, como Enrique II. Fueron esas relaciones públicas lo que le permitieron hacerse con uno de esos cuernos para poner en práctica sus supuestas virtudes, es decir, experimentó en varias ocasiones con la voluntad de comprobar por él mismo que el agua, por ejemplo, se ponía a burbujear nada más entrar en contacto con la punta de uno ellos. Pero, nada; no se cumplió ni una de sus voceras virtudes. Por eso, al final, como buen científico, Paré encuadernó su desmitificación universal en el Discurso del unicornio.  

Me da igual, si solo lo tengo yo

Lo exclusivo de estos animales era uno de los atributos que hacía que los más poderosos no tuviesen más remedio que luchar como locos para conseguirlos. En concreto, esa victoria equivalía hasta en veinte veces el peso en oro de cada uno de los cuernos, al menos, en la corte de Felipe II, el de la Armada, de quien se decía, por citar alguna cosa, que murió acompañado de una rodilla de San Sebastián, entre otros huesos de supuestos santos.

Es esta una de las premisas del poder, hacerse con aquello que la inmensa mayoría no puede ni soñar. Un botín rebosante de prestigio que sitúa a su poseedor en lo más alto de la escala social, inalcanzable en su dominio absoluto, y que nada tiene que ver con el poderoso caballero de Quevedo.

Bien, pues la Real Academia de la Historia publicó en 1956 un enorme listado que incluía los bienes muebles que pertenecieron a Felipe II. Y sí, entre ellos, y junto a los de rinoceronte, aparecían los cuernos de unicornio, en concreto, seis. También el rey lo dejo dicho en su testamento, en el que, por cierto, no hemos encontrado ningún otro animal:
«Es mi voluntad que también se conserven y anden juntos con la suçessión destos Reynos seys cuernos de unicornio que assi mismo están en la dicha guardajoyas para que tampoco se pueda enagenar ni empeñar.»

Reconstrucción del posible aspecto del Unicornio Siberiano
Y así fue hasta el siglo XVIII

La fiebre del unicornio fue sanada por el correr de los días del calendario. Pasó, como pasa la mala suerte, y, como ella, quedó arrinconada por las esquinas, levitando con nostalgia en las oscuras cuevas y escondrijos de los amantes de la cultura esotérica. El cuerno dejó de ser símbolo de poder y tocó tierra, algo que, como veremos, se representa bien en la cotidianeidad del pueblo. 

De esta forma, entre escopetas, caballos andaluces y guitarras de palo santo, en 1758 algunos diarios españoles parecían no prestar atención a la veracidad con la que arreaban las historias de unicornios. Eso o era la profesionalidad de la época lo que hacía que apareciesen anuncios de objetos perdidos tal y como los describían sus apenados y apañadísimos dueños.

El madrileño Diario Noticioso, curioso, erudito y comercial público y económico de Mariano Nipho, por ejemplo, recogía reclamos como este: «Días passados se le perdió a una muger una cadena de plata, con una medalla de Santa Helena, un hueso del corazón del Toro, un poco de unicornio, una uña de la gran bestia, y otras cosas de este jaez». Y como no solo de extravíos vivía y vive la fortuna, el apremio del tiempo hacía también que muchos quisiesen o debiesen deshacerse de aquello que ya no les hacía tilín:
«En la calle del Ave María, entrando por la de la Magdalena, à mano derecha, quarto baxo, casa de un Platero de Feligrana, se venden tres vasos de distintos tamaños, y una punta de unicornio, y en todo se hará bastante equidad.»
Cambiando las fronteras españolas por la costa occidental de África, en 1764, dicho diario recogía también que en el río Gambra, el que zurcía la tierra con decenas de reinos tan pequeños «que se pueden atravesarse en un día», parecía existir un animal del color del gamo que llevaba puesto un cuerno de casi un brazo. ¡Un unicornio! Pues no. Por la descripción de los africanos residentes en ese puzle de dominios, no parecía, ni mucho menos, que se tratase de uno de estos animales.

De hecho, tres años más tarde, la sección de viajes del Diario Noticioso, interesante donde las haya, descartaba la posibilidad de que paciese algún unicornio en las tierras del Congo y del Angola de una forma muy curiosa. Y es que, por lo visto, un tal Merolla —casi con seguridad Girolamo da Merolla Sorrento, el franciscano evangelizador y autor de la Breve e Succinta Relatione del Viaggio nel Congo nell'Africa Meridionale — contó que algunos astrónomos chinos habían revelado a un misionero teatino que «todos los Unicornios havian muerto el dia de la Pasion de nuestro Redentor Jesu-Christo».

Por curiosidad terminaremos citando a Navarrete —seguramente el vallisoletano Domingo Fernández de Navarrete, de la Orden de Santo Domingo y escritor de Tratados Históricos, Políticos, y Morales de la Monarquía de China—, quien, a su aire y también en China, describía en 1769 el aspecto que el preciado unicornio tenía en el país oriental:
«Vientre de gamo, el pie de cavallo, y la cola de baca. Atribuyenle cinco colores diferentes, y tiene, dicen, el vientre amarillo. Su cuerno tiene de alto dos pies, y està cubierto de carne.»
Así pasó el unicornio por delante de los años, como los domingos de frescura y como pasan también los almendros en flor por las terrazas el Jerte. Con fortuna, que es mucho, a nosotros nos quedan los libros de Historia.

Bibliografía

DE RÉAL DE CURBAN, Gaspard. La ciencia del gobierno. Obra de moral de derecho y de política que abraza los principios de gobierno y obediencia. Barcelona, Imprenta de los herederos de Roca, 1841. Traducción de Antonio Capmany.

REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA, Inventarios reales. Bienes muebles que pertenecieron a Felipe II. Madrid, 1956-1959. Edición, preliminares e índices por F.J. Sánchez Cantón.

Otras fuentes

Hemeroteca Digital de la BNE

Biblioteca digital de Castilla y León

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