Tito Livio: el maestro de la historia romana

¿Quién fue Tito Livio? Imagen meramente ilustrativa. Tito Livio fue un historiador romano que vivió entre el año 59 a.C. y el 17 d.C., aprox...

La necrópolis del Castillo de Doña Blanca.



En la falda de la Sierra de San Cristóbal, frente a la ciudad fenicia, se extiende la necrópolis de Las Cumbres, ocupando un amplio espacio de casi 200 Ha. -dos millones de metros cuadrados-, cuyas tumbas la ocultan la tierra y la retama espesa, como un manto protector para evitar su expolio y destrucción. Al menos, de gran parte de ella. Solo los trabajos arqueológicos, con sus datos precisos y objetivos, nos informarán en qué porcentaje ha sido dañada. Aguardamos hasta entonces expectantes a recibir los resultados. Cuando llegamos aquí, en 1979, para iniciar la primera campaña de investigación en la ciudad fenicia, buscamos afanosamente, sin éxito, la necrópolis al otro lado del río, como dictaminaban los cánones ortodoxos de los prebostes de la arqueología, mientras la recorríamos sin saber que la teníamos bajo los pies, subidos en los túmulos funerarios para otear su ubicación en algún lugar inexistente. Pasados tres años, unos amigos y colaboradores nuestros de El Puerto de Santa María, recorrían Las Cumbres en una tarde de noviembre y, al atardecer, les sorprendió un hermoso y oportuno chaparrón que les obligó a refugiarse en una oquedad que resultó ser una tumba excavada en la roca. El deseo, la casualidad y el destino marcaron un hito en la investigación del lugar. La necrópolis, tan deseada, había sido descubierta por una lluvia inesperada. Paradojas de la arqueología. Pocas semanas después, nuestro querido y siempre recordado guardián y cancerbero de la zona arqueológica, Bermúdez -D. José Fernández Bermúdez-, halló, trabajados en relieve en la roca, unos símbolos extraños, un círculo y lo que parecía un creciente lunar. Resultó la entrada de otra tumba. A partir de aquí las prospecciones han aportado numerosos datos sobre una de las necrópolis más importante de la protohistoria occidental.
Cuando se conocen las cosas, todo adquiere más sentido. Los suelos que pisábamos, sin prestarles atención, ahora adquieren un valor histórico y arqueológico que no tenían para nosotros. El paisaje profano se ha convertido en un lugar sagrado, los montículos en tumbas, los pozos casi rellenos, las oquedades en la roca, los pequeños relieves y las piedras caídas en tumbas de otro tipo, los arañazos en el suelo en atarjeas por donde discurría el agua. Después supimos que la retama, que cubre este espacio, tiene una historia corta en el tiempo, pues tres milenios atrás en este paraje se alzaban pinos, acebuches y encinas, la vida animada del bosque sagrado que se eligió para enterrar, recordar y venerar a los muertos de varios siglos. Y, como el tiempo es también muerte, hoy este lugar sagrado adquiere sólo sentido como coto de caza de conejos, que horadan las frágiles tumbas de tierra destruyéndolas a la vista de todos, y se alzan también gigantescos postes de luz que también profanan el lugar sacro sin que sepamos qué estropicios habrán ocasionado. De momento han dañado al paisaje con sus estructuras metálicas entrelazadas de cables.
Miles de tumbas espera ser excavadas, a revelarnos sus secretos más íntimos, a regocijarnos con sus datos funerarios de hace tres mil años. Hasta ahora se han excavado sólo dos enterramientos, uno es un hipogeo, el que ostenta los símbolos solar y lunar, y el otro un montículo artificial, al que subíamos para divisar el horizonte a la búsqueda de la necrópolis, que cobija más de ochenta individuos incinerados.
El hipogeo se excavó en la roca calcarenita de la sierra sobre una pequeña elevación y, al comienzo, solo mostraba los símbolos del sol y la luna, uno mayor en el centro y dos más pequeños en los extremos de la entrada. Fue una excavación emocionante, por ser la primera tumba que se iba a investigar, por su carácter de hipogeo y por los símbolos que ostentaba como advertencia de un lugar sagrado del mundo de los muertos del que no conocíamos nada en el mediterráneo occidental. Consta de un patio de entrada reducido al que se accedía mediante escalones, una habitación abovedada a la derecha y, al frente, la entrada al espacio funerario también circular, taponado mediante mampuestos trabados con barro. El espacio principal es amplio, techo sostenido por una pilastra y las paredes pintadas con almagra roja -un color sacro y funerario- y hornacinas para ofrendas en las paredes. De su interior se han exhumado restos, desmenuzados, de casi treinta individuos inhumados, con sus ajuares cerámicos rotos, piezas metálicas de bronce y las cuentas de un collar de plata y piedras importadas. Se data en los siglos XVII o XVI a. de C.
El túmulo -segundo enterramiento excavado- es de fecha posterior, del siglo VIII a. de C., y bajo él yace otro espacio funerario circular, de más de trescientos metros cuadrados delimitado por losas, cuyo centro lo ocupa la pira para las incineraciones -un espacio rectangular excavada en la roca protegido en su entorno por muretes bajos de adobes- y más de ochenta tumbas excavadas en la roca a su alrededor, cubiertas de pequeños túmulos de piedras y dispuestas según los rangos sociales de los individuos. Y entre ellas, restos de hogares, numerosas copas partidas a propósito y huesos de animales, como testimonio de los rituales y banquetes funerarios realizados en honor de los muertos, como era habitual. Cada día de excavación era una experiencia irrepetible. Aquí, una tumba con el vaso que contenía los restos de la cremación y los ajuares que les correspondían según su posición social en el grupo -vasos de cerámica, botellitas de alabastro para perfumes, objetos de bronce pertenecientes a fíbulas para los vestidos, broches de cinturón y cuchillos de hierro-, más allá, en los espacios entre los enterramientos, pebeteros para el incienso u otras plantas aromáticas, vasos para contener la bebida -vino, cerveza u otra clase de líquido para ingerir-, numerosas copas ricamente decoradas con motivos geométricos para la bebida. Seis meses duró esta excavación, seis meses de continua expectación, seis meses inolvidables para quienes participaron: arqueólogos, estudiantes, obreros y los habituales que nos acompañaban con frecuencia, todos entusiasmados. Y todos soñando en la próxima campaña que nunca se ha realizado. Esto fue en 1986. Espero que la espera no sea sinónimo del olvido y que el deseo se haga pronto realidad.
Extraído de La Voz Digital

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