La reapertura de la cueva de Altamira reaviva el debate sobre si merece la pena poner en riesgo su futuro por contemplar una obra 'auténtica'.
Un grupo de turistas observa la réplica de la cueva de Altamira en Santillana del Mar. / TINO SORIANO |
Desde su apertura hace 12 años, la réplica de la cueva de Altamira ha recibido una media de 250.000 visitantes anuales que han podido hacerse una idea bastante ajustada de lo que se atesora en la gruta original: una de las pocas y valiosísimas reliquias de arte rupestre que se conservan en el planeta. La copia, conocida como Neocueva, cumple con tal éxito su papel que dos de los cinco visitantes experimentales que el 27 de febrero lograron, tras un sorteo, entrar en la cueva original confesaron que, en realidad, no vieron mucha diferencia entre la réplica construida en 2001 en el interior del edificio proyectado por Juan Navarro Baldeweg y la que pintaron hace 18.500 años unos anónimos artistas primitivos. “Está feo decirlo, pero yo las veo iguales, en la original miras las pinturas con linternas y en la réplica están cómodamente iluminadas”, dijo asumiendo su falta de “sensibilidad” uno de los cinco afortunados que cruzó el umbral de la galería milenaria.
¿Había triunfado la ficción de la copia sobre la verdad del original? Evidentemente, no es lo mismo. Pero reabierta la puerta de la cueva original también se reabre el debate sobre su conservación y su futuro. Permitir el acceso a la gruta es concederle una voz, pero arriesgando su vida. Cerrarla es perpetuar su existencia, aunque sea a costa de su silencio. El francés Gaël de Guinche, conservador jefe de Altamira, busca con su equipo la solución al embrollo. Sin haber dado aún con ella (hasta finales de 2014 no se conocerán los resultados del dictamen científico acerca del impacto de la presencia humana), no admite dudas sobre la diferente experiencia entre original y réplica. “No hay nada comparable al original. No es una cuestión solo de las pinturas, es la localización, la humedad, la oscuridad, el frío, la experiencia en sí”. Para De Guinche, Altamira es “emoción” y ni la copia más perfecta podría transmitir ese sentimiento.
Sin embargo, según un estudio efectuado con público de los museos nacionales, “un 80% de los visitantes de la réplica de Altamira declaró estar bastante o muy satisfecho con la visita y más del 90% recomendó la visita al museo a otras personas”. La réplica de Altamira, cuya construcción estuvo conducida por la empresa de museografía y arquitectura Empty, no solo fue pionera en España sino que está situada a la vanguardia mundial. El encargado de construir la reproducción fue Sven Nebel, un madrileño de origen alemán licenciado en Química y Bellas Artes, especialista en modelos y reconstrucciones para exposiciones y museos. En su estudio, situado en Alcalá de Henares, se replica de todo: desde una sandalia romana a cualquier pieza arqueológica, grutas, cuevas o una casa íbera.
“Hace 15 años la técnica no estaba tan desarrollada como ahora, pero nuestro trabajo, en el que participaron arqueólogos, historiadores, geólogos o el pintor hiperrealista Manuel Franquelo, fue muy exacto”, explica Nebel. Con una técnica de escáner de tres dimensiones y láser, se tomó la huella de la cueva con cuatro milímetros de precisión. Se usó polvo de roca caliza y Pedro Saura y su esposa, Matilde Muzquiz, pintores y profesores de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, calcaron los famosos bisontes con los mismos pigmentos que usaron los hombres primitivos: ocre, carbón y agua. “El trabajo salió tan bien que vinieron empresas de Corea y Alemania para conocer el proceso. Hasta entonces una réplica era una mala copia que parecía salida de una película de Walt Disney. No se veía como algo funcional que cumple un papel de conservación y también de investigación”, añade Nebel.
¿Son estos debates asuntos exclusivos del arte prehistórico? Hace un año, el Museo del Prado invitó a un grupo de copistas chinos para imitar algunas de las obras maestras de la pinacoteca. Solo era el guiño de un museo que siempre ha contado con copistas, cuyo trabajo en vivo en las salas del edificio tiene un raro atractivo para los visitantes. Pero un año antes, el mismo museo lanzaba la bomba informativa de su copia perfecta de la Mona Lisa, realizada simultáneamente a la original por un alumno del taller de Leonardo. Automáticamente, La Gioconda del Prado, por más que copia, se convirtió en una de las estrellas de unas salas rebosantes de obras maestras... originales. “La reproducción de las copias de arte era algo aceptado y habitual”, recuerda Miguel Zugaza, director de la pinacoteca. “Lo que conocemos del arte griego fue gracias a las copias romanas. En el siglo XIX existían museos dedicados solo a reproducciones. Sin ir más lejos, el Casón del Buen Retiro estaba especializado en vaciados. Esta idea de aceptación de la reproducción cayó en desuso ante el valor supremo del original de arte, que prima en nuestros días, pero lo cierto es que con los enormes avances técnicos se abre un campo muy interesante para los museos: de investigación, de conservación y de recuperación de elementos que se han perdido”.
Quizá vencido por el sex appeal del original, aquel museo de reproducciones artísticas, situado en el Retiro, acabó cerrando en 1961. Pero fue reabierto en 2012 en Valladolid, en la Casa del Sol, en una de las dependencias del Museo Nacional de Escultura. Allí, entre cerca de trescientas réplicas del siglo XIX y principios del XX de tesoros como el Discóbolo de Mirón o el Apolo de Belvedere, la imaginación se despierta gracias a meras copias. Una de las piezas más importantes de ese conjunto vallisoletano ocupa estos días un lugar preeminente en el Prado en la excepcional muestra de Las Furias. Se trata de una reproducción de Laocoonte y sus hijos, acaso el grupo escultórico más famoso de todos los tiempos (conservado en los Museos Vaticanos), en torno al que se organizan obras de maestros como Rubens, Tiziano o Miguel Ángel.
No es la única copia tratada con los honores reservados al original en la pinacoteca. Zugaza señala la reproducción del León de Oro de Mateo de Bonarelli, que posee el museo desde 2005, como un ejemplo de integración. “Y no solo es el tema de la protección de originales o de la recuperación de originales perdidos”, continúa Zugaza, “también es muy interesante utilizar las técnicas de reproducción para restituir obras en su ubicación original, como los retablos de iglesias o como la magnífica copia de Las bodas de Caná que se encargó para Venecia mientras el original permanece en el Louvre”.
El facsímil de la obra de Veronés, tela colosal de 994 centímetros de largo y 677 de alto, sustraída por Napoleón durante la campaña de Italia en 1797, devolvió a la basílica de San Giorgio Maggiore su aspecto original. La copia se realizó en 2006 por encargo de la Fondazione Giorgio Cini a la empresa Factum Arte, que, con un pie en el barrio de San Blas de Madrid y otro en Londres, ofrece todo tipo de facsímiles como vía para proteger el patrimonio cultural. Adam Lowe dirige el equipo de 40 artistas, técnicos y conservadores que estudian y desarrollan tecnologías específicas para registrar y digitalizar obras de arte. En los últimos años, han trabajado con el Louvre, el British Museum, el Pergamon, el Prado y la Biblioteca Nacional o el Supreme Council of Antiquities de Egipto, entre otras instituciones de primera línea. Su proyecto más ambicioso hasta la fecha es la reproducción en el Valle de los Reyes de Egipto de la tumba de Tutankamón. También trabajan en la tumba de Seti (cerrada al público desde 1980) y la de Nefertiti (cerrada al público general, pero abierta con permisos especiales). “En 2010 la tumba de Tutankamón registraba 1.000 visitas diarias, su estado es crítico”, explica Adam Lowe.
Escaneada en alta resolución, el procesado de los datos y la producción del facsímil se ha realizado en el taller de Madrid. La copia abrirá sus puertas a finales del mes de abril como parte de un nuevo centro de visitantes que quiere comunicar la importancia de la conservación de tumbas. “Queremos que cuando se inaugure, las visitas pasen primero por la original y luego por el facsímil para que vean que la experiencia de la nueva es mucho mejor. Es importante explicar por qué se encuentra en el actual estado de deterioro, los desafíos de la preservación de un sitio que fue construido para perdurar en el tiempo y no para ser visitado diariamente por cientos de personas”. Lowe insiste en que el trabajo es preservar la herencia sin dañar la función económica y social del patrimonio. “Egipto necesita el turismo…, pero la pregunta real es ¿queremos formar parte de un modelo conservacionista o de un modelo egoísta y destructivo que se apodera del original sin garantizar su vida a generaciones futuras?”. Para Lowe el concepto de originalidad es cambiante: “Nuestro trabajo es el resultado de un estudio profundo a partir de entender la originalidad no como un estado fijo sino como un proceso que va cambiando y profundizando con el tiempo”.
Los valores de la verdad frente a los de apariencia se mezclan en todo esto con el mandato supremo del conservador de museo. Velar por la integridad de la colección a la que sirve para que las piezas puedan seguir inspirando a generaciones venideras, sí, pero ¿a costa de perder la famosa aura que la Humanidad ha otorgado a las obras de arte originales?
La respuesta es no, si preguntas al más célebre teórico de la defensa del hechizo del aura: el filósofo alemán Walter Benjamin, que alertó a principios del siglo XX del peligro de profanación del objeto en la cultura de la exhibición y la experiencia. En su célebre La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, Benjamin definía así la “autenticidad”. “Incluso en la más perfecta de las reproducciones una cosa queda fuera de ella: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia única en el lugar donde se encuentra. La historia a la que una obra de arte ha estado sometida a lo largo de su permanencia es algo que atañe exclusivamente a esta, su existencia única”.
José Antonio Lasheras, director del Museo de Altamira, discrepa. Y apunta la importancia de la copia para entender el original, cómo gracias a ella se recupera la arquitectura natural del lugar, su magia perdida. “Reproducimos exactamente la física y la química del material, del objeto, y en lugar de su alquimia, del aura de la que habla Benjamin, ofrecemos información científica de una manera más sintética, amable y simpática. Pero la Neocueva no es un sucedáneo. Incluso en cierto modo es más fiel a la cueva paleolítica que la propia original tal y como ha llegado a nuestros días”.
En el fondo, solo se trata de la búsqueda de experiencias únicas. En 2010, el cineasta alemán Werner Herzog lideró un proyecto sobrecogedor: el documental en 3D La cueva de los sueños olvidados. Un filme excepcional sobre la cueva de Chauvet (Francia), descubierta en 1994, y cerrada desde entonces para evitar posibles daños. Sus espectaculares pinturas rupestres se remontan a 30.000 años de antigüedad y el mimo del Gobierno francés ha sido tal que desde su descubrimiento su entrada se ha limitado solo al equipo científico. Herzog, sin embargo, logró un permiso excepcional para rodar una película cuyo detalle y pasión nos transmiten de manera brutal el prodigio del lugar. Ese túnel del tiempo que, en palabras de Herzog, nos lleva a “reconocernos a nosotros mismos por primera vez”. El filme documental funciona como réplica perfecta, como una puerta privilegiada para adentrarnos en un tesoro que muy pocos podrán jamás visitar. La cueva de Chauvet, cerrada a cal y canto por pura salud y por respeto a la memoria futura, es una de las maravillas del hombre. Pero la película de Herzog también lo es.
Para el cineasta, como para Benjamin, este mundo en plena metamorfosis ha perdido uno de sus sentidos fundamentales: el de realidad. Y ya no se trata del expolio arqueológico para alimentar los grandes museos del mundo ni de disparates como la réplica exacta del Partenón que en 1897 construyeron los arquitectos William B. Dinsmoor y Russell E. Hart para conmemorar el centenario de la unión de Tennessee a Estados Unidos. Se trata de entender el papel original de la copia. Su protagonismo en la conservación preventiva del patrimonio, su privilegiado lugar como vehículo de conocimiento. Un símbolo en sí mismo de la infinita capacidad del hombre para crear, destruir y, en último término, sublevarse contra el suicidio de su memoria.
Vía: El País
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