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La batalla de Adrianóplis y los ‘sin papeles’.

La Antigüedad expiró con el fallido intento del emperador Valente de regularizar a decenas de miles de godos que se agolparon en la frontera del Danubio como hacen hoy los inmigrantes en Melilla.

La infantería romana en la batalla de Adrianópolis
Javier Muñoz |  El Correo
Los inmigrantes desaparecidos frente a las costas de Almería y el debate sobre las expulsiones en caliente en la valla de Melilla sólo son el reflejo de un drama que dura más de una década y cuyo capítulo más reciente quizá lo están escribiendo las diferentes ramas de Al Qaeda y el Ejército Islámico de Liberación; grupos islamistas que empujan a decenas de miles de refugiados a las puertas de la UE.

Algunos historiadores han trazado paralelismos entre ese proceso y las crisis migratorias que el imperio romano sufrió en los siglos IV y V, inmortalizadas en los manuales escolares como las invasiones bárbaras. La más decisiva de todas ellas tuvo lugar el año 376, cuando los guerreros hunos arrasaron las tierras de los godos, más o menos en las actuales Ucrania y Rumanía, y los empujaron hacia el río Danubio, que entonces era la frontera del imperio romano de Oriente. Esa estampa de la Antigüedad -más bien del final de la Antigüedad y el comienzo de la Edad Media- se parece a las tragedias del Estrecho de Gibraltar y de la isla italiana de Lampedusa.

El desastre humanitario del año 376 fue descrito por los historiadores Amiano Marcelino (latino) y Eunapio (griego) pocos años después de que ocurriera. Decenas de miles de godos se concentraron muertos de miedo frente los puestos avanzados de los romanos del Danubio. Informaban de que un pueblo nómada desconocido (la generación de hunos anterior a Atila) había irrumpido al otro lado del río y no respetaba a las mujeres ni a los niños. Los desplazados pedían permiso para cruzar y tierras para establecerse, una idea que en principio no le parecía descabellada al emperador Valente, quien gobernaba el imperio de Oriente, con sede en Constantinopla. Los refugiados estababan razonablemente romanizados (muchos profesaban el cristianismo arriano y conocían el griego y el latín) y podían ser reclutados para la guerra o utilizados como mano de obra.

En aquel momento, Valente no estaba en la capital, sino en en Antioquía (Turquía), precisamente reuniendo a sus regimientos de mercenarios godos para luchar contra los partos de Persia. El emperador decidió acoger a los refugiados del Danubio organizando un operativo que cualquier gobierno calificaría hoy de regularización masiva de extranjeros. Sin embargo, la tentativa fracasó por la corrupción administrativa y por la incapacidad de las legiones para controlar a la multitud. Aquel error cambió el curso de la historia.

Provocó una rebelión de inmigrantes que acabó con la derrota de las legiones en Adrianópolis (Turquía europea, cerca de Constantinopla) y con la muerte de Valente. Los acontecimientos posteriores precipitaron lo que se conoce como la ‘Decadencia y caída del imperio romano’, título del legendario libro de Edward Gibbon, historiador del XVIII.

En descargo de las legiones hay que decir que el Danubio bajaba crecido por las lluvias. Los soldados confiscaron cualquier cosa que pudiera flotar para realizar el transbordo de los godos; barcazas, pontones y hasta troncos ahuecados. En la otra orilla, los bárbaros supuestamente desarmados tenían que pasar ante unos funcionarios que les tomaban la filiación; pero había tanta gente para fichar que la frontera volvió a cerrarse. El trasvase se interrumpió y las patrullas que habían ayudado a los inmigrantes a atravesar el río se dedicaron a perseguir a los que habían quedado atrás e intentaban pasar ilegalmente.

Expulsiones en caliente.

No estaba claro lo que debía hacerse con los ‘sin papeles': si expulsarlos en caliente o acogerlos. Lo único cierto es que los godos no estaban dispuestos a volver a sus casas amenazadas por los crueles hunos. De esos nómadas se decía que eran tan salvajes que hacían incisiones en las mejillas de sus hijos para que nunca les creciera el vello. Casi no se bajaban del caballo y calentaban su ración de carne apretándola con el muslo contra el costado de la cabalgadura.

A pesar de lo aterrorizados que estaban los godos ‘sin papeles’, los militares romanos los trataron de forma expeditiva para que no pasara más gente por el Danubio. No obstante, quienes dieron esas órdenes fueron castigados, ya que la consigna oficial era la integración de las tribus. Podría decirse que el emperador había decidido aplicar una política de extranjería relativamente blanda y humanitaria, pero los políticos y el ejército no sabían cómo ponerla en práctica.

Un ensayo reeditado por la Editorial Ariel aborda aquella oleada de bárbaros con un lenguaje de nuestra época. Se titula ‘Adrianópolis’ y fue escrito por el italiano Alessandro Barbero, profesor de Historia y novelista. Además de ser fácil de leer, ayuda a comprender los retos que las migraciones del norte África plantean a la Unión Europea. En cierto modo, Melilla es una frontera como la que representó el Danubio en el siglo IV.

Alessandro Barbero, basándose en los relatos de Amiano Marcelino y de Eunapio, como Gibbon, relata cómo los godos que lograron entrar legalmente en el imperio en el 376 fueron confinados en campamentos donde el ejército romano traficó con sus raciones de alimentos. Cuando se hartaron de pasar hambre y de que nadie cumpliera las promesas que les habían hecho, los inmigrantes se levantaron en armas. Reforzados con los ‘sin papeles’ que lograban atravesar la frontera, e incluso con algunos hunos, ocuparon Tracia (Bulgaria) y la saquearon. En el año 378 aniquilaron a las legiones a las afueras de Adrianópolis. El emperador Valente, que había tratado de negociar hasta el último momento, fue posiblemente abatido por una flecha y su cadáver jamás se encontró. La Antigüedad expiró con él.

Primer saqueo de Roma.

Los desórdenes concluyeron cuando el sucesor de Valente, el emperador Teodosio, un hispano designado en 380, llegó a un pacto con el líder rebelde Fritigerno para reasentar a los godos e integrarlos en la milicia romana. La protección del imperio quedó virtualmente en manos de extranjeros y en Constantinopla se desencadenó una facción contraria a la inmigración. Pero la suerte estaba echada. La cadena de desplazamientos migratorios que se produjo después, hacia el oeste de Europa, desembocó en el primer saqueo de Roma en el 410 por Alarico (un mercenario), y que concluyó con la destitución de Rómulo Augusto, emperador de Occidente, en el 476. Paradójicamente, Constantinopla resistió otro milenio.

Barbero sostiene que cuando estalló la crisis migratoria en el Danubio el mundo romano no se estaba desmoronando. Los godos ejercían una fuerte presión en el este, pero los emperadores la controlaban aplicando una estrategia que generalmente daba resultados. A algunos guerreros los reclutaban para las legiones o los contrataban como mercenarios. A los prisioneros de guerra los aprovechaban como esclavos domésticos o los enviaban a trabajar a los latifundios del Estado o de los propietarios. Y al resto de tribus las procuraban mantener en sus territorios, controladas por sus jefes, a quienes proporcionaban subsidios y grano, y de vez en cuando daban un escarmiento. Valente había derrotado a los godos nueve años antes de la batalla de Adrianópolis y selló un acuerdo con ellos que saltó por los aires cuando aparecieron los hunos.

Esa manera de actuar de los romanos hacía a los bárbaros dependientes del imperio y vulnerables económicamente. Cuando había crisis, las familias tenían que vender a sus hijos como esclavos y los precios de los sirvientes podían caer en picado. En tiempos de Valente llegaron a abaratarse tanto que cualquier romano tenía un esclavo godo que le llevaba el taburete para sentarse en la calle. Los inmigrantes altos y rubios eran vistos como gente tosca y pobre. Los autóctonos, que eran bajitos y morenos, se sentían superiores.

A pesar de esa visión estereotipada, las élites romanas eran conscientes de la necesidad de aplicar una política de extranjería. Barbero relata que en el siglo IV las oficinas que se ocupaban de reubicar a la población autóctona en áreas despobladas del imperio acabaron asentando a inmigrantes. Se les podía enviar con sus jefes a una provincia para que se gobernaran a su manera; o adscribirlos como colonos a una tierra (así surgieron los siervos de la gleba de la Edad Media).

A lo largo de la historia, Roma demostró su capacidad para absorber a otros pueblos, normalmente a través del reclutamiento en las legiones, que eran una vía de ascenso social, y extendiendo la ciudadanía a amplias comunidades. Ya en el siglo I antes de Cristo, un conservador como Cicerón creía que la inmigración fortalecía la República. A medida que los extranjeros se romanizaban, la población local que convivía con ellos también se transformaba. Es una lección de la historia que la Europa envejecida de nuestros días debería tener en cuenta al contemplar las imágenes que llegan de la valla de Melilla.

Vía: El Correo

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