Cuando en Castilla se luchaba por la independencia

Muchas cabezas rodaron en la Guerra de las Comunidades de Castilla, que pasó a la historia como paradigma de resistencia frente al absolutismo

Batalla de Villalar, óleo de Manuel Pícolo López
A las puertas del hoy no es difícil observar cómo la vida rula dejando el poder en manos de unos pocos, muchas veces de forma vitalicia, en detrimento de los derechos de la llanura popular. Es esta la infinita dicotomía entre arriba y abajo, algo más que común en las historias de la Historia, con mayúscula.

De este modo, en la Castilla del XVI, por ejemplo, los comuneros se levantaron frente al control señorial y regio. No tenían más remedio que enfrentar la nobleza feudal y la centralización monárquica que iba decapitando, poco a poco, el omnipresente poder de esos que apretaban el yugo del pueblo. Ojo a eso de decapitar, porque en la Guerra de las Comunidades de Castilla la cabeza va a tener mucho protagonismo.

Tres asesinatos en Segovia

En 1520 los timones solían ser agarrados por unos pocos nobles mientras el llano navegaba los días con el agua al cuello. Nada que no se haya visto y oído antes. Fue precisamente por ahí, por el pescuezo, por donde, según muchos historiadores, se comenzó a escribir la historia de los comuneros de Castilla.

La primera línea, en Segovia, correspondería a Hernán López Melón, que fue arrastrado con una soga al cuello hasta el cadalso en el que debía dejar su vida, aunque ya la hubiese perdido por el camino. A Melón el pueblo no le perdonó sus crueles agravios; tampoco que saliese en defensa de Juan de Acuña, el corregidor de la ciudad.

El segundo renglón para Roque Portalejo, otro de los altos que fue apaleado minutos después que Melón. Y por el cuello también colgaron los laneros de Segovia a Rodrigo de Tordesillas, traidor de la plebe, decían, por haber ratificado el impuesto que los mantenía asfixiados del todo.

Así es con estos tres asesinatos, con el cuello y la cabeza, comienza la introducción de la Guerra de las Comunidades de Castilla.

Un rey extraño

Dejando a un lado las consideraciones políticas e históricas intermedias, comenzaremos diciendo que Carlos I, nieto de los Reyes Católicos, entró ya como un extraño en Valladolid en 1517. No hablaba castellano y no vestía castellano, pero repartía prebendas y tributos entre los suyos muy al estilo de Castilla. Un ejemplo claro lo cuenta La Hora en un serial que dedicó en 1938 a la historia de España:

«El favorito Xebres ordenó la recogida de los ducados de a dos, moneda de oro acuñada por los Reyes Católicos, que acabó desapareciendo del mercado para ir a parar a los bolsillos del favorito y exportada de España con muchas joyas y objetos preciosos que los flamencos se apresuraron a sacar».

Aquel rey no hacía las delicias de una parte muy significativa del reino, y no solo por su consideración de extranjero, frío e insulso, que también su físico plantaba cara a la fidelidad de Castilla: «Rubio, de tez pálida y pequeña estatura. Su acentuado prognatismo le obligaba a tener la boca abierta durante bastante tiempo, con lo que se ganaba sonadas burlas», escribe De la Rosa.

Unido a esto, la crisis interna del reino que se le fue de las manos a un Estado en trance que no supo hacerse con las riendas de una situación calamitosa, a saber, subida y bajada de precios, derrumbe de salarios, lucha entre manufactureros y exportadores de lana, epidemias, cosechas desnutridas y hambre calagurritana, mucha hambre. La revolución estaba servida.

Castilla, entera, se siente comunera

Y se levantaron en Toledo cuando se corrió la voz de que el rey, Carlos I, iba a ser proclamado emperador. No, Toledo veía en ese nombramiento un peligro para las arcas y el poder de Castilla. Por eso pidió explicaciones al soberano, pero este miró hacia otro lado y, en vez de enfrentar la situación, partió para Alemania a por su título —cuestionado, por cierto— dejando Castilla medio prendida. La tierra se terminó por encender a finales de mayo de 1520 en Segovia, Burgos, Salamanca, León, Guadalajara, y en todos los territorios que quisieron proclamar su comunidad.

Los comuneros necesitaban una constitución, claro, la primera que se redactó en España. Así, Toledo convocó a todas las ciudades en Ávila. Corría el mes de agosto de 1520.

El objetivo de la Junta de Ávila estaba muy claro: entre otras cosas, el dinero debía quedarse en Castilla, lo mismo que los cargos. Independientemente del número de propósitos, todo tenía una misma solución, que era la de deponer al rey extranjero para dar poder a Juana, la reina de Castilla para los comuneros. Pero de todas las ciudades castellanas que habían levantado el nombre de la revolución, solo cuatro acudieron a la cita de Ávila: Toro, Salamanca, Toledo con Juan de Padilla y Segovia con Juan Bravo. Fue en esta última donde se produjo el primer enfrentamiento entre realistas y comuneros que ocasionaría la adhesión de más partidarios a la Junta, entre ellos, Valladolid, con la importancia que ello suponía.

Y llegó la Batalla de Tordesillas, una dura derrota para los comuneros, que no tardaron en reorganizarse. Volviendo a las cabezas, Carlos I firmó en 1520 el Edicto de Worms por el que condenaba a muerte y otras penas a casi 250 comuneros. Al fin, en Villalar, Padilla y su ejército cayeron desplomados frente a los realistas, y, junto con Bravo y Maldonado —el único noble al que Salamanca permitió continuar en su ciudad—, fue decapitado el 24 de abril de 1521 en la Plaza Mayor de Villalar.

Los comuneros pasaron así a la historia como mártires del absolutismo y defensores de la identidad nacional. Muchos se preguntaron por qué se nombró rey a Carlos de Gante si Juana seguía con vida. Un golpe de estado en la Corte de Bruselas, que fue a su aire y nombró rey a quien le pareció.

Bibliografía

BERZAL DE LA ROSA, E., Los comuneros: de la realidad al mito. Madrid, Sílex, 2008.

Vía| Biblioteca digital de CyL, Biblioteca Nacional de España, ver bibliografía
Imagen| Wikipedia

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