Calígula, el emperador que se creyó un dios

El reinado de un hombre entre la locura, el poder absoluto y el delirio de divinidad

Imagen meramente ilustrativa.

Roma ha conocido emperadores de todo pelaje, desde estrategas brillantes hasta tarados con delirios de grandeza. Pero pocos nombres evocan tanta fascinación —y espanto— como el de Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido como Calígula. Su reinado, breve pero intenso (37-41 d.C.), quedó grabado en la Historia a golpe de excesos, sangre y un ansia de poder que rozaba lo divino. Lo que empieza como el gobierno de un joven príncipe querido por el pueblo, pronto degenera en una orgía de desvaríos que desafían toda lógica. ¿Fue realmente el monstruo que pintaron las fuentes antiguas o solo el blanco de la propaganda senatorial?


Un príncipe amado por Roma

Para entender a Calígula, hay que remontarse a su infancia. Nieto adoptivo de Augusto e hijo de Germánico, el gran general que pudo haber cambiado la Historia de Roma de no haber muerto envenenado en circunstancias sospechosas, Calígula creció entre los legionarios. De niño, acompañó a su padre en las campañas militares y se ganó el apodo por el que pasaría a la posteridad: Calígula, diminutivo de caliga, la bota de los soldados. Era un chiquillo rubio y vivaracho, vestido con una minúscula versión del uniforme legionario, y los soldados lo adoraban.  

Pero si la infancia de Calígula tuvo algo de idílico, su adolescencia fue otra historia. Tras la muerte de Germánico, su madre, Agripina la Mayor, y sus hermanos fueron víctimas de la paranoia del emperador Tiberio, que veía en ellos una amenaza. Agripina fue desterrada y murió de hambre; sus hermanos, Druso y Nerón César, corrieron la misma suerte. Solo Calígula sobrevivió, gracias a su talento para la hipocresía. Aprendió a navegar la política imperial con la astucia de un depredador. Pasó su juventud en la lujosa pero siniestra villa de Capri, donde Tiberio, ya anciano y depravado, se entregaba a sus perversiones mientras su lugarteniente, el prefecto Sejano, eliminaba rivales. Calígula vio morir a su familia y comprendió una verdad fundamental: el poder en Roma era un juego mortal.  

Cuando Tiberio murió en el año 37 d.C., el joven de 24 años fue proclamado emperador con el respaldo del Senado y la Guardia Pretoriana. La ciudad estalló en júbilo. Se habían librado del viejo tirano y ahora los gobernaría el hijo del amado Germánico. Calígula respondió con gestos populistas: organizó juegos espectaculares, concedió amnistías y devolvió el poder a las asambleas populares. Pero todo esto no era más que la calma antes de la tormenta.  


De emperador ideal a tirano desbocado

A los pocos meses de su ascenso al trono, Calígula enfermó gravemente. Los historiadores antiguos, como Suetonio y Dión Casio, sugieren que la fiebre le afectó la mente. Cuando se recuperó, ya no era el mismo. El gobernante amable y generoso se convirtió en una criatura impredecible, paranoica y cruel.  

Los primeros signos de su transformación fueron políticos. Despreciaba al Senado y lo dejó claro de inmediato. Acusó a los senadores de hipocresía, los ridiculizó en público y tomó decisiones sin consultarlos. En lugar de apoyarse en la aristocracia tradicional, favoreció a libertos y militares. Roma dejó de ser una república disfrazada para convertirse en una monarquía absoluta.  

Pero lo que más alarmó a sus contemporáneos fue su delirio de grandeza. Se hacía llamar Dominus et Deus (Señor y Dios) y exigía honores divinos en vida. Mandó erigir estatuas suyas en templos y quiso colocar su imagen en el Templo de Jerusalén, lo que casi provoca una revuelta. Su obsesión con la divinidad lo llevó a vestirse como los dioses: un día aparecía disfrazado de Júpiter, al siguiente de Venus.  

Los excesos se volvieron cotidianos. Las fuentes hablan de orgías en el palacio, de ejecuciones arbitrarias por puro capricho y de una política económica desastrosa. Para financiar sus excentricidades, impuso impuestos abusivos y saqueó las arcas del imperio. Llegó al punto de organizar subastas de los bienes de los senadores ejecutados, vendiendo hasta los muebles de sus casas.  

Y luego está el famoso episodio de su caballo Incitatus, al que —según Suetonio— quiso nombrar cónsul. Aunque la historia podría ser una exageración, lo cierto es que el emperador trataba a su caballo mejor que a sus ministros: tenía un establo de mármol, una tropa de sirvientes y un collar de piedras preciosas. 


El asesinato del dios viviente

El problema de creerse un dios es que los demás pueden no estar de acuerdo. En el año 41 d.C., la situación en Roma era insostenible. La nobleza lo odiaba, el Senado conspiraba en su contra y hasta la Guardia Pretoriana, su propia escolta, empezaba a verlo como un peligro.  

El 24 de enero, el tribuno Casio Querea y otros oficiales pretorianos lo atacaron en un pasillo del palacio. Nadie lo defendió. Según cuenta Suetonio, el emperador intentó gritar, pero lo acuchillaron más de treinta veces. Murió en el suelo, bañado en sangre, sin pompa ni gloria. Tenía apenas 28 años.

El Senado intentó restaurar la república, pero la Guardia Pretoriana tenía otros planes. En cuestión de horas, proclamaron emperador a Claudio, el tartamudo y aparentemente inofensivo tío de Calígula. Así terminó uno de los capítulos más turbulentos de la Historia de Roma, pero el mito del emperador loco sobrevivió.  


¿Un lunático o una víctima de la propaganda?

La imagen de Calígula como un tirano demente proviene, en gran medida, de las fuentes senatoriales. Suetonio, Dión Casio y Tácito escribieron desde la óptica de la aristocracia romana, que tenía motivos de sobra para odiarlo. El joven emperador había humillado al Senado y gobernado con puño de hierro, lo que garantizaba que, tras su muerte, su memoria fuera destruida a conciencia.  

Algunos historiadores modernos matizan esta visión. Sugieren que muchas de sus supuestas locuras —como la divinización en vida— no eran tan raras en la monarquía helenística y que incluso Augusto y Tiberio habían coqueteado con la idea. Su política de desprecio al Senado tampoco era única: su sucesor, Claudio, haría algo similar.  

Entonces, ¿quién fue realmente Calígula? ¿Un loco sanguinario que aterrorizó Roma con su sadismo, o un gobernante audaz que desafió las normas establecidas y pagó el precio? Quizá ambas cosas. Lo cierto es que, dos mil años después, su figura sigue fascinando. Y eso, en el fondo, es lo que distingue a los personajes realmente grandes de la Historia: que nunca dejan de ser tema de conversación.

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