Descubren en Perú un tesoro arqueológico que ha permanecido oculto durante más de un milenio: una cámara funeraria con varios miembros de la realeza wari.
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La mano de un noble andino, en perfecto estado de conservación, aún sigue aferrada a un trozo de tela mortuoria. |
En la costa de Perú, a la luz del atardecer, los arqueólogos Miłosz Giersz y Roberto Pimentel Nita abren una hilera de pequeñas cámaras junto a la entrada de una antigua tumba. Selladas y ocultas durante más de mil años bajo una gruesa capa de ladrillos de adobe, albergan grandes vasijas de cerámica, algunas pintadas con figuras de lagartos y otras, con sonrientes rostros humanos. Al retirar los ladrillos de la última sala, Giersz hace una mueca. «Aquí dentro huele fatal», farfulla. Examina con atención el interior de una enorme vasija sin pintar: está llena de puparios podridos, restos de las moscas que en su día fueron atraídas por el contenido del recipiente. El arqueólogo se pone de pie y sacude de sus pantalones una nube de polvo de 1.200 años de antigüedad. En los tres años que lleva excavando este yacimiento, llamado El Castillo de Huarmey, Giersz se ha topado con un inesperado ecosistema de muerte, constituido por restos de insectos que un día se alimentaron de carne humana, serpientes que se enroscaron y murieron en el fondo de las vasijas de cerámica, o abejas africanizadas que salieron en grandes enjambres de las cámaras subterráneas y atacaron a los operarios.