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El duro y castigado arte de blasfemar

La Real Asociación Católica de represión de la blasfemia se dedicó a instruir (y denunciar) a todos aquellos que se ensuciaban encima de los santos

El Infierno, de Giovanni de Módena
El precio de ser educados socialmente conforme dictaba la opinión en las primeras décadas del siglo XX variaba en función de cómo uno se introdujese en el «feo delito» de hacer bajar a todos los santos. Porque blasfemar, decían entonces, era un mal crónico que llenaba los corazones de los malos cristianos. Y no se salvaban ni los niños.

De este modo, y para echar un cabo a aquellos apalancados cómodamente en el pozo de la oscuridad verbal, se rezaba y se perseguía, se multaba y se encarcelaba, se vetaba: María Méndez Carvajal, «mujer de vida airada», natural de Olivenza, detenida por blasfemar en la vía pública, 75 pesetas de multa. Estas eran las maneras de las ligas antiblasfemas, las mejores, según ellas, para enderezar el árbol e instruir a todo quisqui contra estos desórdenes ruidosos en los que la lengua tenía mucho que ver.

Primos y primas de Rivera

Esa fue la finalidad de la Real Asociación Católica de represión de la blasfemia, constituida, «con arreglo a la ley, el 21 de marzo de 1916», según se lee en El Imparcial. No era una lucha nueva, qué va, pero esta asociación tocó el techo del prestigio por incluir la flor y nata de la sociedad. Cada año, lo mejorcito del panorama nacional se daba la mano en los saraos antiblasfemia que preparaba la Asociación, Primos incluidos.

Con este famoso parentesco, el 19 de diciembre de 1926, Víctor Pradera, que era una eminencia en el campo de la grosería injuriosa, conferenciaba en el Centro de Defensa Social sobre los peligros de la blasfemia «desde el punto de vista racional». Le había tocado ese año dar la charla de la Asociación, qué se le iba a hacer. Así es que allí estaba, como se decía más arriba, junto a lo más granado de la sociedad del momento, incluyéndose un representante del ministro de la Gobernación, Martínez Anido.

En aquella altura, el padre Ramos Castaño era el presidente de la Asociación. En las costuras del hábito llevaba enganchadas la esperanza y la nostalgia con las que remendaba la figura del salvador de su España, que era la antirrepublicana. Por eso estaba loco de contento con el buen desenlace que había tenido el proponer como «vocales de la Junta directiva de celadoras de la Asociación» a Carmen y a Pilar Primo de Rivera, las hijas del jefe del gobierno, Miguel Primo de Rivera, el del golpe, y también socio de mérito de la Asociación desde octubre de ese año. Lo contaba tal cual La Vanguardia.

Lo mismo que el cura, Pradera también echaba chispas contra la República: «¡Viva España, viva el Rey, viva Primo de Rivera!». Fue para que tomase cartas con toda la energía que lo caracterizaba por lo que pidió al representante de Martínez Anido que luchase por el nuevo régimen, y a Pilar y a Carmen que intercediesen por la Asociación ante su padre, «el valiente general que ha trazado en España nuevas direcciones políticas».

¿Y cuál era la función de una celadora de la Real Asociación Católica de represión de la blasfemia? Además de poner el nombre, se comprometía a echar un cable allá donde se le necesitase. Las de 1921, por citar un caso relevante, se habían responsabilizado de acercarse hasta los hospitales de Madrid para mostrar su apoyo patrio a aquellos soldados heridos en la Guerra del Rift. Serían sus madrinas, les visitarían con asiduidad, se encargarían de su correspondencia y también de hacerles más amenos sus ingresos «proporcionándoles lecturas».

Como curiosidad, el 16 de octubre La Vanguardia recogía las donaciones que se habían hecho para la causa bélica desde Elda, Alicante: el presidente del Casino, 1.000 pesetas;  la Juventud Eldense, 3.000. Por su parte, la Real Asociación aportó para la necesidad que da la guerra «un paquete de medallas milagrosas, bañadas en la piscina de Lourdes, para que sean colocadas a los heridos de la campaña». Muy útil en las trincheras, claro que sí.

No hay duda, entonces, de que la blasfemia era peligrosa en la década de los 20 del siglo pasado, aunque para algunos, no demasiado. Así, la primera mujer concejal en el Ayuntamiento de Barcelona, María López de Sagredo, pidió que el blasfemar fuese un delito como dios mandaba. Eso de multar con hasta 50 pesetas a quien dejase salir por la boca sapos y culebras se quedaba corto. Poco le parecía. Por eso propuso que las arremetidas de palabra contra lo sagrado fuesen incluidas en el Código Penal, bien cerquita del artículo 19 de las ordenanzas municipales de la ciudad.

Propaganda, la que hiciese falta

Las campañas para reprimir las malas palabras eran colosales. Particulares y no le daban con gusto a la manivela de la máquina propagandística, que ya venía bastante engrasada. La doctrina antiblasfemia aparecía entonces en cartelería, pasquines y demás impresos, completándose con charlas a diestro y siniestro como la de Pradera y la de Ramón de Madariaga en Alcalá de Henares, el concejal de Chamberí en 1931 por Acción Popular que aparecería, según The Times, «asesinado y desnudo cerca del Círculo de Bellas Artes». Todo para instruir en el arte de las buenas maneras, de la boca reluciente. Por cierto que el blasfemar solía aparecer en las arengas acompañado de otros delitos como llevar menores a bailes y espectáculos o no cumplir con el descanso festivo.

En Madrid, los carteles y los impresos editados por la Asociación colgaban de las comisarías de vigilancia y seguridad al mismo tiempo que se animaba a los agentes a que arrimasen el hombro a «los asociados en la difícil tarea de reprimir y extirpar la blasfemia». Práctica común en toda la península: Enrique Mas Sals, «sujeto de malos antecedentes», 28 años de edad, natural de Corbins, cárcel por no pagar las 75 pesetas de multa.

Tanta era la implicación contra la suciedad verbal con la que se podía cubrir a la iglesia que, en julio de 1930, la Asociación crearía un comité permanente de propaganda presidido por José Rodríguez de Julián. Doscientos jóvenes miembros, nada menos, que juraban bandera y suscribían con ahínco los ideales de las ligas antiblasfema. También un grupo considerable de obreros que luchaba contra el insulto gratuito hacia su dios, y para el que se había abierto una biblioteca en la «barriada» de Vicálvaro costeada, hasta el último duro, por la Asociación y en la que la infanta doña Beatriz había dejado algún que otro libro.

Con grandes fiestas antiblasfemas incluidas en el pack de la salvación eterna, que no eran más que festivales propagandísticos de represión en los que se rezaba por las almas desviadas, circularon los años 20, y 30, y 40, y más allá. Eran miles los pecadores, decían, así es que no se daba a basto con tanto rosario y tanto Padre Nuestro. De triduo hacia adelante, no menos, hasta el octavario si hacía falta. Todo era poco para el honor y desagravio de este «vicio tan repugnante». Y comilonas, muchas comilonas.

Vía| BNE

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